Los escritores y la muerte

Por Marcelo Beltrand Opazo

Los escritores y la muerte. Siempre se dice que los escritores escriben en contra de la muerte, que intentan trascender más allá de la propia vida a través de sus textos, de su obra, con poemas, cuentos, novelas y un sinfín de escritos, todos, para no ser olvidados, luchan en contra del olvido, que también, es otro forma de la muerte.
Entonces, los escritores escriben para trascender. Para no morir.
Porque la muerte comienza a instalarse en la vida, a través del olvido. Cuando poco a poco, las imágenes se van quedando en aquellos lugares de nuestra memoria que ya no podemos acceder fácilmente. Ese lugar que me imagino como un espacio pedregoso, lleno de pantanos y que las sombras están siempre presente, sombras que no dejan ver la luz, la luz que es la memoria.
La memoria, esa porfiada que no se va, que una y otra vez se encarga de decirnos aquello que muchas veces queremos olvidar. Pero también, es la que se ocupa de lo esencial, de lo importante de la vida. Borges dice que somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
Rosa Montero, en su libro La loca de la casa escribe que, “(…) los narradores somos personas más obsesionadas por la muerte que la mayoría; creo que percibimos el paso del tiempo con especial sensibilidad y virulencia, como si los segundos tictaquearan de manera ensordecedora en las orejas”.
La muerte, la muerte. Para un país, la muerte empieza con el olvido de su propia memoria, de su propia historia. La muerte se instala con su sombra en las páginas de los libros, en los discursos políticos, en los consensos y los acuerdos entre cuatro paredes, en los pasillos del parlamento, en la sonrisa del candidato que ofrece el futuro sin memoria, porque el pasado es malo, es el culpable de todos los males del país. La muerte llega aun país cuando el olvido es ley.
Recordar, o mejor dicho la Memoria, es la huella de la vida, es lo único que nos puede decir que alguna vez estuvimos y fuimos hijos, padres, esposos. La Memoria, es el rastro que dejan los hombres, es la trascendencia misma. Y.
Sólo algunos olvidan, sólo algunos quieren olvidar el pasado. Generalmente, el Poder. Al Poder no le gusta recordar el abuso. Al Poder le molesta la historia de las personas, el Poder prefiere la Historia con mayúscula, no la historia chiquita, la de los eventos cotidianos.
Y para nosotros, sujetos finitos, qué es la muerte en nuestras vidas, como vivimos con la muerte los lunes, los martes, los miércoles, o sólo nos acordamos de ella cuando un familiar, un amigo o nuestro vecino fallecen.
La muerte nos acompaña, pero la olvidamos, porque es insoportable la convivencia con ella.
A lo mejor, la solución es pensar como Borges, que dice que la muerte es una vida vivida y, la vida, una muerte que viene.
Los escritores, los artistas, o mejor dicho, los creadores en general, se deben a su obra, que los trasciende, que permanece. Pero a su vez, sucumben. No son ellos los responsables de la permanencia de ella, la misma historia los exime de ese trabajo de marcketeo, son, finalmente, los otros, quienes se encargan de llevar a un tiempo transhistórico las obras de los creadores. La trascendencia está en los otros. La inmortalidad está en los otros.
La inmortalidad la vive el autor, cada vez que su obra es revisitada. Así, hablamos de la inmortalidad de los clásicos, de esas obras que como dice Italo Calvino son libros que nunca dejan de decir lo que tienen que decir.
La muerte, esa invitada de piedra a este festín que es la vida.
Pero, que hacemos entonces, con este miedo irresoluto al acto más inevitable que se nos presenta, en la vida.
Dejar que venga, dejar que llegue. Nada más. O salir a buscarla.
O, pensar en la inmortalidad.
Kundera escribe en el libro La Inmortalidad que Goethe no le temía a esa palabra, pero la inmortalidad de la que habla Goethe no tiene, por supuesto, nada que ver con la fe religiosa en la inmortalidad del alma. Goethe, cree en una inmortalidad completamente terrenal, de la de quienes permanecerán tras su muerte en la memoria de la posteridad.
Y los escritores que han buscado la muerte, que la han llamado a gritos.
Qué habrán pensado esos escritores del suicidio. Qué habrá pensado Virginia Woolf cuando se lanzó a las aguas del río Ouse en la primavera de 1941, con los bolsillos cargados de piedras para no volver a la superficie, para no volver a la vida y, quedarse, quedarse en la muerte. O, Artaud con un cancer a cuestas decide ingerir una sobredosis de láudano en 1948. En qué pensaban Cesare Pavese esa mañana, que toma la decisión de envenenarse en el Hotel Roma de Turín, nada menos que con 16 sobres de somníferos, el 27 de agosto de 1950. Qué pasó por la cabeza de Hemingway ese 2 de julio, que se dispararse de un tiro en la boca en 1961. Pensó quizas, pensaron a lo mejor que ya todo estaba escrito, que ya todo estaba perdido, pensaron en la inmortalidad de Goethe. O la realidad los aplastó.
Stefan Zweig se mató en Brasil junto a su secretaria Carlota Altman, con la que se había casado, huyendo de la persecución nazi. Alejandra Pizarnik se suicidó con barbitúricos el 25 de septiembre de 1972. Paul Celan se arrojó al Sena el 30 de abril de 1970. Vladimir Maiakovski se disparó con un revólver el 14 de abril de 1930. En 1911, agobiado por la pobreza y los problemas familiares, Emilio Salgari se abrió el vientre con un cuchillo de cocina, un harakiri.
Cada uno de estos escritores, sin duda, han trascendido, han pasado a formar parte de los inmortales. Sus obra, sus libros permanecen con nosotros y, de alguna forma, ellos permanecen, porque la obra del artista es su prolongación, es una parte de su vida, o su vida toda. A lo mejor, pensaron que ya sabían demaciado de la vida, y que ya era hora de conocer la muerte. O será, que entre letras y palabras, está el secreto de la vida, que no es otra cosa, que aceptar que la muerte es parte de la vida.